Hace unos días dije que Bélgica me gustaba, pero que no le creía, que todas sus tentadoras promesas me resultaban sospechosas de falsía, que me daba la impresión de que no tenía ningunas intenciones de cumplirme, de que me iba a dejar con un palmo de narices a la hora buena. Hoy, aunque se trate de una grosera indiscreción (equivalente por inmoral mal gusto, pero no por vuelos líricos, a la perpetrada por Leonard Cohen con Janis Joplin en una de sus más maravillosas canciones), quiero anunciar públicamente que le creo, que no eran promesas, que me ha finalmente cumplido, que traigo todavía en el pecho y en la boca los venturosos estragos provocados por nuestra noche de bodas. Y si me atrevo a tamaño despliegue de impudicia, es porque a esa hora precisa estaba haciendo lo mismo con millones aparte de mí, alrededor de todo el mundo. Electrizados lo mismo en la tribuna que ante la pantalla.
Aun cuando resten en la agenda todavía media docena de encuentros por disputarse, es altamente probable que hayamos asistido hoy a lo que a la postre resulte ser el mejor partido de toda la Copa del Mundo Rusia 2018. Dos selecciones de la élite mundial prodigándose a plenitud, regalándonos un duelo de alternativas en ambas áreas; donde todos sus respectivos astros tuvieron algún margen para exhibir de lo que son capaces, pero donde cada contendiente privilegió un juego de conjunto, desde sus propios recursos y desde el script que el desarrollo de las acciones por sí mismo fue configurando.
Entiendo que Brasil pertenece a esa franja de representativos nacionales en que se supone que no ser campeón equivale a fracaso, pero a mí me parece que una vez superado el amargo y durísimo trago de quedar fuera en cuartos de final, lo mejor que podría hacer es darle continuidad al proyecto de Tite. Errores y detalles para corregir los habrá siempre, pero hoy quedó patente una abismal y positiva distancia entre la canarinha que hace cuatro años fue humillada en Belo Horizonte por los alemanes, y la que han vencido los belgas en la Arena de Kazán.
Brasil tuvo momentos de incertidumbre, zozobra y extravío sobre la cancha, pero a final de cuentas se fue generando una buena cantidad de llegadas contra la meta adversaria, que construyó apelando a un repertorio para nada repetitivo, y que sólo la inspiradísima actuación de Thibaut Courtois impidió que quedaran plasmadas en el marcador con mayor amplitud. Si algún reparo cabe oponerle al Scratch, tendrá que ver sobre todo con fortaleza mental y actitud en ciertos momentos cruciales: un rasgo que no es privativo de este conjunto, sino consustancial a toda la historia del futbol brasileño (no olvidemos que el siempre artístico balompié amazónico demoró cinco mundiales antes de asentarse como hegemónica potencia global). Hoy, la adversa circunstancia que representó el 2-0 dio en hacerle aflorar los fantasmas, los malos recuerdos y las insuficiencias de temperamento a casi todos; pero mientras hubo algunos que se mostraron capaces de revertir semejante inercia (Coutinho, Neymar, Fernandinho, Marcelo) otros fueron devorados por ella, y de manera lógica terminaron por ser relevados del campo (Willian, Gabriel Jesús, Paulinho), en cambios que a la postre resultaron atinadísimos. Lo peor que podría hacer Brasil es, arrebatado por el impacto emotivo y la frustración, desestimar las formas y concentrarse en el resultado (“perdimos, qué más da cómo”). El camino hacia la Copa no queda ya a una semana, sino otra vez a cuatro años, pero bien vale la pena echar una miradita por encima del hombro para valorar el larguísimo trecho cuesta arriba que Tite y su equipo han sabido remontar desde el vergonzoso Mundial en casa hasta aquí.
Enfrente, Bélgica, que como apuntaba de inicio ha dado esta noche en Kazán un salto de credibilidad monumental, contundente, sólido, certero. No es un equipo perfecto, y hoy se le puede reprochar que durante alguna parte del segundo tiempo su pertrecharse atrás careció de casi cualquier complemento ofensivo (siempre que no olvidemos que enfrente tenía a un Brasil con chispazos de aplanadora en urgencia). El triunfo es justo, no porque Bélgica no hubiera podido perder, sino porque supo ganar; y supo ganar echando mano de todo lo que nos había prometido previamente, sin que hubiéramos tenido ocasión de mirarlo sino a cuentagotas. Incluso fue capaz de agregar alguna inesperada prenda de virtud más, como por ejemplo esos trechos donde supo desplegar un sabio juego defensivo con el balón en los pies, lejos de ambas porterías, sin necesidad de fingir faltas, sacando de quicio al penta, asomándolo al precipicio de la impotencia y la desolación.
Dicen que esta Bélgica busca emular a la de 1986. No estoy de acuerdo. En términos estrictamente numéricos, acaba de igualarla (lo peor que le puede pasar de aquí en adelante es quedar cuarta, como esa vez). Sin embargo, yo vi jugar a aquella Bélgica. Tenía elementos muy carismáticos, comenzando por su mítico arquero Jean-Marie Pfaff, así como una tozudez inquebrantable, pero practicaba un futbol para el olvido. No se parecía en casi nada a esta elegante, seductora, cadenciosa y sensual dama flamenca, tan sabia en la administración de las intensidades, tan propicia al súbito e impredecible frenesí.
Por fin le creo, pues. Como he ido aprendiendo a creerle a Francia. Si algún partido podrá superar, o al menos igualar a éste en el futuro como el mejor de la Copa, es esa semifinal del martes. Igual que si se tratara del más promisorio de los lechos, argumentos sobre la cancha sobrarán para ello.
Será cosa pues de comenzarlo desde ahora mismo a rezar a dúo junto a Joaquín Sabina: Que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel.