Cada ruta de vida tiene sus propios aprendizajes, sus propios desafíos, sus propios retos de olvido. Por supuesto, siempre ofrecerá cierto margen formativo e informativo mirar de reojo la acera de al lado, la acera de enfrente, la acera de ayer: interesarse por el modo en que el prójimo ha afrontado determinados trances que de pronto parecieran rimar en cierto sentido con los nuestros. Sin embargo, como bien saben todas las abuelitas desde hace una eternidad, nadie escarmienta en cabeza ajena; de modo que el balance de cada singular travesía terminará resultando en buena medida tan autorreferencial como intransferible.
Hoy, por ejemplo, Croacia pudo demostrar de últimas haber aprovechado al máximo los arduos aprendizajes que el Mundial le deparó. Mientras que Inglaterra gozó hasta su límite el indeseable privilegio de demostrar justo lo contrario. Pero la tentación de establecer parámetros comparativos entre ambas selecciones casi podría decirse que termina ahí. A tal punto distinto lo que ambas aprendieron, a tal punto diversas las peculiares incidencias que las llevaron a entenderlo, a tal punto opuesto el resultado final de sus respectivas responsabilidades e irresponsabilidades. A tal punto el abismo entre alguien que alcanza una final de Copa del Mundo (con el destino por fin a cuatro palpables días de distancia posible) y alguien que se queda en la orilla (con el destino otra vez a cuatro larguísimos años de difuso imposible).
Todo admite aprenderse. Hasta lo más improbable. Hoy, por ejemplo, Croacia en general y su entrenador Zlatko Dalić en específico, presumieron título de doctorado en materia de tiempos extras. Podrá decirse que eso era obvio, natural, previsible, puesto que les tocó acabalar tres partidos consecutivos en diez días, prolongados hasta el alargue (de modo que, de treinta minutos en treinta minutos, resulta perfectamente lícito aseverar que Croacia no ha jugado tres, sino cuatro partidos). Yo opino que hay que enfocar el asunto justo desde la perspectiva contraria. La carga física, emocional y mental que por sí sola exigen semejantes instancias, a medida que sobre-acumula minutos se antoja obligada inhabilitadora de toda opción de lucidez, a menos que se le difiera para otro torneo (la Euro que viene, el Mundial de Qatar), otro formato (las copas de clubes, con al menos dos semanas de distancia entre una ronda y la siguiente), otro momento. Cuando el árbitro turco Cüneyt Çakir pitó la finalización de los primeros noventa minutos, la impresión general fue que se trataba de una ventaja para los ingleses, en razón de que habían tenido un desgaste menor al de sus adversarios; no resultó así: los croatas sacaron ventaja de lo aprendido ante daneses y rusos, y a los ingleses no les sirvió de gran cosa tener en teoría un poquito de más piernas.
Al iniciar hoy los tiempos extra, y al ver que Croacia se tiraba atrás, sin pasar de su medio campo, sin esforzarse demasiado por ganar el balón ni sumar efectivos al frente cuando su zaga despejaba, muchos pensaron que ya no daban para más, y que había decidido conformarse con la definición por penales; demasiado esfuerzo parecía haber representado para ella alcanzar el empate y, una vez conseguido, lanzarse con todo al frente en el afán de consumar la victoria dentro del tiempo regular. Sin embargo, el arranque del segundo tiempo extra cambió radicalmente el panorama, haciéndonos entender que Dalić había aprovechado los quince minutos anteriores para darles descanso a los suyos (por absurdo que así dicho pueda sonar), para dosificar al máximo recursos y energías por supuesto menguados, y para aguantar el previsible arranque de emberrinchada rebeldía que intentaría Inglaterra. Apenas volvió a rodar la pelota, Croacia salió a atacar, Croacia salió a proponer, Croacia salió a ganar. Y, en último término, quien se quedó con un hombre menos por el cansancio y las lesiones fue Inglaterra. Croacia (aunque tras el silbatazo definitivo su mejor hombre de hoy, el impresionante Perišić, no pudiera ni levantarse del césped) terminó con sus once gladiadores de pie. Esto último, en buena medida, merced a la sabia, paciente, inteligentísima administración de los cambios desde la banca: otro directo fruto del aprendizaje de los últimos diez días.
Pero no es eso lo único que Croacia (esta Croacia a partir de aquí, pase lo que pase el próximo domingo, ya histórica) aprendió. Yo opino que, ante Inglaterra, Croacia aprendió por encima de todo a aceptar su estatura y a hacerse responsable de su rostro. Porque a Dinamarca y a Rusia, equipos muy inferiores a ella, les ganó en el límite, antes que nada por arrebato emotivo y por chispazos individuales (Modrić, Subašić, Rakitić). Hoy, tras 60 minutos donde una Inglaterra con un poquito menos de soberbia y un poquito más de hambre la hubiera enviado de regreso a casa sin ningún género de apelaciones, y cuando ya nos resignábamos a que quizá se había tratado sólo de un espejismo, Croacia recuperó por fin la poderosa identidad colectiva que mostrara frente a Argentina. La segunda hora de partido fue toda suya, aun cuando, como ya quedó dicho, durante el primer tiempo extra provocara la equívoca impresión de haber arrojado la toalla.
¿Qué decir de los ingleses? Tras una ronda de grupos tersa y a modo, durante los octavos de final Colombia los puso por vez primera frente a un predicamento serio; en razón, sí, de las evidentes virtudes de la escuadra sudamericana, pero sobre todo en razón de la propia indolencia británica: tras irse arriba en el marcador determinaron que el trámite no ameritaba para ellos mayor interés ni compromiso, se preocuparon apenas por fingir faltas y hacer tiempo, y luego se vieron obligados a remontar una tanda de penales que empezaba a ponérseles de nueva cuenta (como en tantas otras oportunidades durante las últimas décadas) cuesta arriba. Frente a Suecia nos hicieron creer que habían aprendido la lección; fueron igual de petulantes, en un momento dado determinaron que el trámite no ameritaba para ellos mayor interés ni compromiso, se preocuparon apenas por fingir faltas y hacer tiempo… pero sólo cuando ya tenían una bien asegurada y merecidísima ventaja de tres goles.
Hoy, tras el gol tempranero de Trippier (conseguido, como suele decirse, antes de merecerlo), Inglaterra dispuso de una hora completa para finiquitar el partido; y durante la mitad de ese tiempo cabe reconocer que mantuvo serio interés por conseguirlo, frente a unos croatas prematuramente frustrados y como al borde del desahucio. Luego, sintiendo quizá a su rival demasiado abajo, demasiado indigno para dedicarle algo más que altivas y perezosas miradas de reojo, dio a todas luces la grosera impresión de estar con la mente puesta ya en Francia. Cuando despertó de su imperial modorra, sorprendiéndose obligada, en urgencia, a mirar otra vez a Croacia a la cara, ya sólo pudo hacerlo de abajo hacia arriba.
Digno juego semifinal de Copa del Mundo. Capítulo de inolvidable leyenda para el recuento futuro. El ansiado, celebrable regreso del futbol eslavo a la instancia definitoria que antaño le fuera tan habitual (Checoslovaquia en 1934 y 1962, Hungría en 1938 y 1954). Aun cuando no podamos anticipar el desenlace de la final a disputarse en cuatro días, resulta lógico pensar que Croacia saltará en obvia calidad de víctima frente a los franceses. Sin embargo, nada hará olvidar ya jamás, con todos sus capítulos de épica y duda, zozobra y júbilo, amnesia y resurrección, estos diez días, estos 360 minutos. Díez días croatas en tierras rusas. Díez días que, al menos desde el modesto libro del balompié, ya que no del de la Historia con mayúscula, han sin duda (con perdón de Lenin y John Reed) conmovido al mundo.