Corazón 3.0


Croacia 2(4), Rusia 2 (3): guárdame un trozo de violenta espuma

Rusia se ha ido de su mundial sin deberle nada a nadie.

Las Copas del Mundo acumulan un dilatado historial negro, como para deprimir hasta a su más fiel devoto, en materia de descarada ayuda al anfitrión. Desde los testimonios de amenazas contra algunos jugadores argentinos si se atrevían a ganar la final contra sus vecinos uruguayos en Montevideo, allá en el remoto año de 1930. Hasta el ya no tan distante 1998; ahí quedan la extrañísima (jamás debidamente esclarecida) noche de pesadilla previa a la final, donde Brasil perdió de antemano al perder a Ronaldo, las recientes confesiones de Michel Platini en el sentido de que el calendario se manipuló a fin de que pasara lo que pasara galos y amazónicos sólo pudieran encontrarse como finalistas, o las declaraciones de Emmanuel Petit (autor del tercer gol para los campeones en el juego definitivo) hace un par de años: “Hace algunas semanas que me digo: ¿De verdad ganamos la Copa del Mundo en 1998? Y ¿no fue algo arreglado? Yo no sé nada. Nosotros, en el pasto, dimos todo, hicimos todo para ganar, nos preparamos para todo. Pero, con todo lo que está pasando hoy en día, me llegué a preguntar eso. […] ¿Seguro que no fuimos marionetas para que la economía fuera adelante? No sé si me estaré volviendo paranoico”.

El penoso episodio del campeonato 2002 (donde Corea del Sur, uno de los co-anfitriones, logró colarse hasta semifinales por descarada ayuda arbitral, en detrimento de una España todavía sin título mundial) llevó a la FIFA, no por un virtuosismo deportivo que jamás la ha caracterizado, sino por bien del negocio, a tomar cartas en el asunto. Ignoramos lo que pueda suceder en el futuro; en una de esas, los diligentes directivos mexicanos logran a través de sus gestiones sobre la mesa, durante el Mundial “en casa” de dentro de ocho años, el quinto partido que jugadores y técnicos se han mostrado tan incapacitados para materializar; pero hoy han pasado a cumplirse cinco Copas del Mundo donde el campeón debió rascarse con sus propias uñas, sin sospechosos apuntalamientos extra.

Entiendo que en términos de mercadotecnia se trata de un riesgo, sobre todo para el país organizador, encargado de dilapidar cuantiosos recursos en la realización del evento. A la FIFA, con la cabeza puesta antes bien en patrocinios globales y derechos de transmisión, seguro que le preocupan y duelen más las eliminaciones de los grandes favoritos mediáticos. Pero las ciudades sede de un país que ha quedado fuera de la competición acusan de inmediato un negativo efecto anímico y comercial, por muchos turistas extranjeros (y al reducirse el número de partidos van quedando cada vez menos) que continúen en sus calles. Ahora bien, cuando, como es el caso, un equipo anfitrión no sólo se mantiene vivo en razón exclusiva de sus propios méritos, sino que alcanza a proyectar con absoluta legitimidad sus expectativas de avance hasta unas alturas que nadie nunca imaginó, las cosas deben resultar harto distintas.

No soy, como bien puede advertirse, ningún especialista en industria turística, ni menos en la psicología social del pueblo ruso durante la segunda década del tercer milenio. Pero tomando en cuenta lo visto, leído y escuchado durante las últimas semanas, creo que a partir de aquí la gente en Rusia acompañará el Mundial hasta su término, involucrada, festiva, entusiasta y satisfecha. Ayer, durante el primer trámite de la jornada, entre Inglaterra y Suecia, la tribuna del estadio de Samara estaba colmada no de británicos y nórdicos, para quienes trasladarse y conseguir boletos había resultado toda una odisea (a pesar del poder adquisitivo y de la cercanía geográfica), sino de alegres y bulliciosos rusos. Y según diversos testimonios, la enorme nación se paraliza entero a la hora en que Dzyuba y compañía dirimían una nueva, hipotética, inverosímil y casi consumada hazaña ante los croatas, viendo el juego donde se pudiera, pegados en multitudinaria expectación a las pantallas, asomados a cualquier ventana a través de la cual estuviera transmitiéndose el partido.

Lo cual no representa poca cosa si tomamos en cuenta que, a pocos días del inicio del torneo, la sensación general entre los corresponsales internacionales era la de un país indiferente, con quién sabe cuántas disciplinas deportivas predilectas por encima del futbol.

Rusia y Croacia no han disputado en términos tácticos y técnicos un gran juego. Pero sí, sin duda, el más inolvidable y agradecible hasta ahora en toda la Copa por su carga emotiva, por su épico aliento, por su guerrera definición en el límite. Y es que el futbol también es esto: dos equipos con para entonces casi doscientos cuarenta minutos de segunda ronda acumulados sobre las espaldas (durante sólo dos partidos), ya exhaustas en idéntica proporción tanto las piernas como las ideas, pero lanzados con cuanto les quedaba de aliento en pos de la victoria a apenas unos segundos de que el árbitro pitara la finalización del alargue (cuando la mayoría opta por dejar que el tiempo se vaya, para que los penales decidan); el frenético tobogán sentimental del respetable en la tribuna; las reiteradas arengas desde la banca a cargo de Cherchesov, convertido de pronto ya no nada más en el director del equipo rojo sobre la cancha, sino del estadio entero. Hay que festejar batiendo palmas (y hasta con un nudo en la garganta, si uno es muy sentimental), lo mismo que si se tratara de una espectacular chilena o un tiro a la horquilla, la carrera que la estrella Luka Modric fue capaz de mandarse hacia el minuto ciento diez, con el marcador a favor, para evitar que escapara por la línea un largo pelotazo sin ninguna trascendencia. O al guardameta Subasik, lesionado al punto de no poder despejar los saques de meta, y convirtiéndose no obstante una vez más en el héroe durante la tanda definitoria desde los once pasos. Los ojos atónitos de Fernandes, reflejando los de todos los espectadores en el estadio, tras el segundo gol de los locales.

Conmueve este equipo ruso capaz de presentar, sostener y colocar en trance de victoria tamañas batallas desde la precariedad, desde la resistencia, desde algo que en el papel se lee como sinónimo futbolístico de casi nada (el talento de Chéryshev, la clase de Golovin, la seguridad de Akinféyev, la experiencia de Samédov, poco más). Guardada toda proporción, uno entiende por qué en estas tierras toparon con su límite impasable, y con el inicio de sus respectivas debacles, las ofensivas napoleónica y nazi. Y entiende uno por tanto el arrebato sentimental que llevara a Neruda un día a escribir, tras los días de heroica resistencia en Stalingrado: “Guárdame un trozo de violenta espuma, / guárdame un rifle, guárdame un arado, / y que lo pongan en mi sepultura / con una espiga roja de tu estado, / para que sepan, si hay alguna duda, / que he muerto amándote y que me has amado”.

Se va pues Rusia. La misma Rusia a la que todos (incluso ellos mismos) augurábamos una penosa retirada por la puerta de atrás durante la primera ronda. Se va por la puerta grande, a nada de haber podido grabar su nombre entre la élite de los cuatro semifinalistas. Se va, lo mismo que si se tratara de los Reyes Magos en noche de casa pobre, dejándonos tres imprevistos regalos: una selección, un pueblo anfitrión y un Mundial inolvidables.

8 julio, 2018
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