En el reino kantiano de los fines no hay prostitución. Quienes se dedican al trabajo sexual son siempre medios al servicio de las pasiones o los intereses de otras personas. En la prostitución no prevalece una situación de igualdad, prevalece una relación de poder y sumisión. Más aún, la decisión personal, consciente y hasta reflexiva, de intercambiar la fuerza sexual de trabajo por dinero es siempre heterónoma. En la prostitución no hay libertad sino, en el mejor de los casos, abuso consentido y servidumbre voluntaria (en el peor de los casos hay violencia, explotación y trata de personas). Un Estado que no adopta como empresa abolir la prostitución es, en alguna medida, un Estado alcahuete.
Ernesto Cabrera / Revista Hashtag
(29 de diciembre. 2013).- Con todo, la perversión ideológica del mercado ha instigado la construcción de un discurso que domina la intuición libertina y pretende legitimar el “oficio” de la prostitución. Según éste, es inherente a la libertad de cada individuo decidir si entabla una relación contractual para intercambiar sus servicios sexuales por dinero y, por tanto, sería una medida autoritaria o paternalista aquélla que pretende proscribir la prostitución. En otros términos, el cuerpo es propiedad estrictamente privada, por lo que el Estado sólo debería dedicarse a vigilar que su comercialización se lleve a cabo sin sobresaltos, lejos del crimen y la violencia. Así, parece que no es inadmisible pensar que la prostitución debe considerarse una actividad lícita que, incluso, podría ser ventajosa para la economía de un país merced a los impuestos que es capaz de reportar. Con esto, el libre mercado del sexo fundaría Estados proxenetas.
Pensar la prostitución en clave contractual es una estrategia artificiosa para justificar una forma social de dominio. Asumiendo que en realidad hay personas absolutamente soberanas de sus cuerpos y deseos que, sin ninguna clase de coacción, deciden racionalmente intercambiar placer sexual por una remuneración (y es posible que existan), lo cierto es que éstas no pueden tomarse como una muestra representativa definitiva de la situación general en la que se encuentran quienes ejercen la prostitución. En primer término, porque el negocio de la prostitución está atravesado por el otro negocio de la trata de personas y, en todo caso, lo incentiva y le abre las puertas. En segundo, porque las condiciones en las que ingresan las personas dedicadas al comercio sexual no son generalmente óptimas: pobreza, falta de oportunidades, marginación social, adicciones, traumas psicológicos, desintegración familiar, etc., son algunos factores que comúnmente conforman la circunstancia de las personas inmersas en el oscuro circuito de la prostitución.
Asimismo, la asimilación del sexoservicio a otras formas de empleo socialmente reconocidas y normalizadas lleva a perder de vista su especificidad y sus dificultades concretas. No es lo mismo, por ejemplo, la relación que se instituye entre un empleador y un empleado que la relación que configura la prostitución, y el problema no radica en el sexo mismo, sino en la red de poder, degradación y subordinación que prepondera en su comercialización. Hay una diferencia ética entre vender la fuerza de trabajo para producir algún bien o servicio y alquilar el propio cuerpo para su utilización como objeto comercial. La relación laboral que se establece entre prostituyentes y personas que ejercen la prostitución es irremediablemente agraviosa y nociva, en tanto que no puede alcanzar nunca un estatus igualitario y se enmarca necesariamente por la asimetría de la sumisión. Un Estado que intenta regular pero no abolir la prostitución es un Estado prostituyente.
Por último, el argumento contractual para legitimar el comercio sexual refuerza un mito muy extendido, a saber: el de que la prostitución representa “la salida fácil” o “la vida alegre”. En realidad, la prostitución es la fuga arriesgada y la existencia malograda. El circuito prostibulario está atenazado no sólo por múltiples problemas sanitarios y de salud, también por el inseguro enfrentamiento con pervertidos y desequilibrados. Además, la prostitución reproduce la inmoralidad de un esquema simbólico-cultural de violencia, abuso y sometimiento sexual (generalmente, pero no sólo, ligado al género). Por si fuera poco, las personas que se prostituyen están expuestas a sufrir la estigmatización y la marginación de una sociedad hipócrita que se niega a aceptar su rol de complicidad victimaria. Un Estado que olvida a las víctimas de la prostitución y las marginaliza es cómplice de un sistema más amplio de dominio y violencia.
La instauración del reino kantiano de los fines exige una serie de políticas para abolir (no simplemente prohibir) la prostitución: la criminalización del proxenetismo, el castigo a quienes la incitan, la reinserción laboral, políticas de acción afirmativa, programas de salud, protección y asistencia social, etc. La búsqueda de una sociedad igualitaria y de derechos es el ideal regulativo que justifica el reconocimiento de las víctimas del mercado sexual, así como su reintegración en condiciones de paridad y dignidad.
En este sentido, Suecia es el país más avanzado con una legislación que data de 1999, pero hace poco Francia ha dado un paso importante al aprobar el pasado 4 de diciembre la “Ley para la lucha contra el sistema de prostitución”, que criminaliza a los clientes que la promueven y no a quienes han caído en esa infortunada situación. El proceso legislativo triunfó a pesar de la resistencia y el escepticismo de un amplio sector de la sociedad francesa. De forma llamativa, fueron los autodenominados 343 bastardos (343 salauds) quienes a través de un manifiesto reaccionaron al ver tambalearse sus posiciones de poder: “En contra de lo sexualmente correcto, nosotros proponemos vivir como adultos”, sostenían bajo su consigna “¡No toques a mi puta!” (Touche pas à ma pute!). Contra los bastardos, un kantiano podrá señalar que abandonar la minoría de edad no significa vivir como mafiosos, traficando con favores sexuales, sino ser capaces de mantener relaciones simétricas, de respeto y autonomía, respaldadas por el acuerdo entre voluntades libres y no por la violencia, la sumisión o el abuso de poder.