En mis ya demasiados años como espectador de futbol, me ha tocado en suerte presenciar magistrales demostraciones defensivas. Partidos por norma poco espectaculares, donde la disposición táctica propuesta por un entrenador, así como el destacado rendimiento individual y colectivo de los jugadores encargados de llevarla a efecto, inhabilitan por completo el potencial ofensivo del rival, y sacan máximo provecho de sus austeros pero efectivos deslices al ataque, para acabar obteniendo la victoria. Bajo ninguna circunstancia pretendería decir que me gusta, ni que se trata del estilo más idóneo para desplegar los valores fundamentales que considero asociados a este y a cualquier otro juego; pero puedo reconocer cuando está bien hecho, cuando se trata del virtuoso fruto de una idea conseguida, trabajada y cristalizada a pulso.
Y lo menciono porque, de la misma forma, y en una proporción sin duda mayor, me ha tocado ver partidos ganados por un equipo que no se defendió bien, al que no le anotaron de milagro (debido por completo a las pifias del oponente, y no a ningún mérito de contención propio), que consiguieron un gol por obra de inmerecida casualidad, de grosero accidente; pero que al término del partido adoptan el talante de un demiurgo que hubiera tenido todo el tiempo los hilos bajo su entero control, se ufanan de que “su propuesta” les permitió alcanzar el objetivo, y se arropan por completo en el irresponsable manto de que quien gana no da explicaciones. No se excusan de usufructuar los réditos de autoestima consustanciales a todo ganador, aun cuando no hayan sido capaces de reivindicar sobre la cancha las mínimas formas que en teoría legitiman cualquier expectativa de ganar; y no resulta atípico que a partir de ahí, y hasta donde les den su dura cara y la favorable fortuna, se envalentonen para quedar amparados ya de fijo en la misma inalterable “fórmula”: si ya salió una vez, por qué no habría de salir para la próxima.
Así, apelando a este último espíritu, es como los federativos mexicanos aspiran alcanzar un día la instancia de cuartos de final en una Copa del Mundo disputada fuera del país. Las voces alzadas para impugnar que se priorice lo económico sobre lo deportivo no cesan de multiplicarse al término de cada nuevo ciclo mundialista; pero al arrancar el siguiente ya estamos instalados en la misma inercia crónica, en la misma cínica quejumbre justificatoria de que el dinero no les alcanza (que de hecho le pierden, pero se mantienen al pie del cañón por puro amor al arte, por pura filantropía, por puro desinteresado y loco afecto hacia el futbol), y de que eso obliga a atar al representativo nacional mayor a toda suerte de compromisos en la Unión Americana, sin ninguna relevancia para su desarrollo futbolístico y su crecimiento competitivo.
No me parece suficiente decir, escéptico encogimiento de hombros mediante, que todo el mundo sabe hasta qué punto el futbol profesional es antes que nada un negocio. En el futbol, como supongo que en todo lo demás, hay de negocios a negocios. Restringiéndonos al ámbito local, cualquiera puede percatarse por ejemplo, sin que ello suponga ninguna profesión de santidad, de desinterés ni de altruismo para nadie (ni menos disculpe las perversas prácticas de fondo que en cada caso pueda haber de por medio), la diferencia entre proyectos deportivo-empresariales como los de Tigres, Monterrey o Pachuca, y los de equipos bajo eterna amenaza de extinción, cambio de sede, insolvencia financiera y escándalos de toda índole, como Veracruz, Jaguares, Querétaro y el larguísimo etcétera que les acompaña.
Tigres representa sin lugar a dudas, y por encima de todo, un lucrativo negocio, con múltiples aristas censurables y debatibles. Pero un negocio que, a partir de determinado momento, eligió sustentar íntegras sus expectativas de éxito comercial en el éxito deportivo de mediano y largo plazo. Los resultados están a la vista.
La selección mexicana funciona exactamente al revés: lleva lustros subordinando íntegras sus expectativas de éxito deportivo al éxito comercial inmediato. Cualquiera pensaría que sus usufructuarios serían los primeros interesados en priorizar, por encima de cualquier otra cosa, su progresiva consolidación competitiva, para aproximarla con verosímiles miras de incorporación a los representativos nacionales de élite (que tan lejos le siguen quedando todavía); imaginar los potenciales beneficios económicos de semejante escenario, es como para encandilar a cualquiera.
Pero la verdad es que los dueños del balón en nuestro país no están dispuestos a renunciar a los beneficios de corto plazo que el funcionamiento del Tri, tal como está actualmente diseñado, les garantiza. Es decir, no les molestaría que el Tri alcanzara el quinto partido y probara llegar tan lejos como proclaman los anuncios de sus patrocinadores, tan lejos como pide ilusionarse la retórica motivacional de algunas de sus máximas estrellas; pero no les interesa asumir la disminución de ganancias instantáneas que aspirar a ello con efectivo sustento necesariamente supondría. Tendrían que renunciar a sus jugosos acuerdos por un número anual obligatorio de partidos en Estados Unidos, contra versiones b y c de selecciones extranjeras armadas al vapor (en campos más propicios para lesionarse que para manejar la pelota); tendrían que renunciar a la sustanciosa remuneración que representa garantizarle a este y aquel patrocinador que la estrella elegida como imagen para su campaña publicitaria será convocada y alineará (aunque esté fuera de ritmo, aunque viaje lesionado, aunque no juegue en su club, aunque tenga gravísimos y no resueltos problemas legales con el imperio más poderoso de la tierra); tendría que disciplinar a sus jugadores para que durante las fechas FIFA se concentren en cuanto futbolísticamente les compete, aunque no les quede tiempo para grabar comerciales; tendrían que dejar de concebir al representativo nacional como un reality show producido por Televisa: un reality show como cualquier otro, salvo por el peculiar detalle de que sus protagonistas, en medio de infinidad de obligaciones extracancha por derecho de exclusividad (cantar, bailar, chatear, contar chistes, ventilar en cadena nacional sus intimidades familiares) resulta que también juegan al futbol.
Demasiado dinero por perder. Mejor apostarle a la suerte, mientras pones cara de circunstancias para aseverar que la suerte no juega. En una de esas ganan, quién sabe por qué (como le ganaron a Alemania, quién sabe por qué); en una de esas no pierden (como perdieron ante Suecia, quién sabe por qué). Nada de evaluaciones objetivas de cara a lo que se consiguió o no se consiguió, nada de diagnósticos consistentes y serios, nada de proyectos deportivos. Lo que importa es que ya están en puerta los últimos partidos del contrato de este año en Estados Unidos (por eso urge definir al técnico), y hay que empezar a negociar los términos del contrato para el año siguiente. Todos felices, como parte de una gran familia, de una fraterna hermandad en la que no hay quien no se ponga la camiseta, despidiendo a Decio de María con un abrazo porque durante su gestión incrementó los ingresos en una medida sin precedentes.
Sí se puede. Sí se puede. Si se pudo ir a Brasil 2014 después de haberlo hecho todo mal durante la eliminatoria entera. Si siempre se puede volver a ganar la siguiente Copa de Oro después de haber hecho el ridículo en la anterior. Si ofrecerles una y otra vez partidos de vergüenza no evita que los connacionales abarroten a más no poder cualquier estadio del otro lado de la frontera. Si el trabajo que estrategas y jugadores han sabido desarrollar a pesar de (y no gracias a) la estructura federativa, nos ha mantenido durante un cuarto de siglo sin retroceder de los octavos de final en las citas mundialistas. Si fuimos el país que más afición no rusa movilizó durante el Mundial que está por concluir. Si la fórmula tal como está les rinde cada vez más réditos a los mismos de siempre, ¿para qué cambiar?
Seguro estoy que se conforman con imaginar que un venidero día (quién sabe por qué) el entrenador no se guardará los cambios, se ganará la serie desde los once pasos (quién sabe por qué), el árbitro o el VAR (quién sabe por qué) decidirán que no era penal, o se podrá jugar el tercer partido tan bien como se jugó el primero (quién sabe por qué). Y entonces sí, por fin, ellos podrán no sólo sentirse felices con el exponencial incremento de unas ganancias obtenidas sin haber sacrificado las precedentes: sino que podrán salir a atribuirse íntegro el resultado, adoptando el talante de un demiurgo que hubiera tenido todo el tiempo los hilos bajo su entero control, ufanándose de que “su propuesta” les permitió alcanzar el objetivo, y arropándose por completo en el irresponsable manto de que quien gana no da explicaciones. No se excusarán de usufructuar los réditos de autoestima consustanciales a todo ganador, aun cuando no hayan sido capaces de reivindicar las mínimas formas que en teoría legitiman cualquier expectativa de ganar; y no resultará novedoso que a partir de ahí, y hasta donde les den su dura cara y la favorable fortuna, se envalentonen para quedar amparados ya de fijo en la misma inalterable “fórmula”: si ya salió una vez, por qué no habría de salir para la próxima. Sueña cosas chingonas: pasar del “jugamos como nunca, perdimos como siempre” al “ganamos como nunca, y ni quién se fije que jugamos peor que siempre”.
Mientras se mantenga la estructura vigente, el futbol mexicano no cambiará. No olvidemos que el último gran salto cualitativo para él (salto cualitativo del cual sigue beneficiándose hasta la fecha) sobrevino justo a partir de ese breve paréntesis en que Televisa, tras el escándalo de los cachirules, se vio obligada a abandonar transitoriamente el control de la FMF. Fue ese paréntesis el que propició la llegada de César Luis Menotti al banquillo tricolor; y fue César Luis Menotti quien propició el impulso que llevaría a la selección mayor, de donde sea que estuviera en ese momento, al cuart