El día que vi por vez primera, en algún programa televisivo, aquella jugada en blanco y negro correspondiente a la final de 1958, entre Brasil y Suecia, donde Pelé la baja con el pecho cerca del manchón penal, se saca con un sombrerito la marca de un defensa sueco, y luego (sin dejar que la pelota vuelva a tocar el suelo), culmina con un fulminante disparo de derecha, inatajable para el arquero Svensson, me puse de pie: sin postizos protocolos, sin histriónicas impostaciones; me puse en pie de un salto, impulsado a partes iguales por el asombro y la felicidad.
Y hoy, cuando en el segundo tiempo, ya con el marcador a favor (y habiéndonos regalado para entonces un selecto popurrí de atrevimientos, asistencias, desmarques, gambetas y carreras), Mbappé, en los linderos del área grande belga, de espaldas a la portería, recibió de Matuidi con la derecha y cedió de izquierda, hacia atrás, con precisión y ventaja, para un Giroud al que no tenía forma de ver, volví a ponerme de pie, impulsado por el mismo jubiloso estupor.
El partido, en términos generales, pareció por momentos más una semifinal de tae kwon do que de Copa Mundial de Futbol: esa extrema paridad que se sostiene tensa, contenida, en el límite, durante buena parte del curso de la pelea, a la espera de un único golpe; un único golpe susceptible a su vez de provenir de cualquiera de ambos contendientes, no sencillo de predecir en términos de quién lo encajará, pero que en cuanto aparezca condicionará el trámite decisiva e irreversiblemente en beneficio de uno y en perjuicio del otro.
Partido acaso no tan emotivo como algunos de sus inmediatos antecedentes en los cuartos de final, pero de un altísimo nivel futbolístico durante varios de sus pasajes. Mientras el marcador se mantuvo 0-0, el que proponía, el que ofendía, el que intentaba, imponía de inmediato condiciones sobre el terreno de juego, a diferencia de otros cotejos donde quien manda es el que espera, el que cede la iniciativa, el que se agazapa para contragolpear; a diferencia, pues, de este mismo partido apenas cayó el gol.
La primera cuarta parte de los noventa minutos le correspondió a Bélgica. Encabezada por Hazard, echando mano de sus argumentos mejor madurados a lo largo del torneo (y puestos a punto durante su victoria contra Brasil), acorraló a Francia en su propia área, con amagos de asfixia. Luego vino el turno de los galos; un par de peligrosas pinceladas ofensivas, con Mbappé siempre de indispensable artífice mozartiano en la última o penúltima jugada, pero cimentadas en el impecable trabajo defensivo de Varane, en el paulatino despertar más defensivo que ofensivo de Pogba, en el brutal sacrificio de Giroud, en la confiable presencia de Lloris allá al fondo.
Pero lo decisivo fue que Griezmann entrara en contacto con la pelota y se retrasara algunos metros para colaborar en la construcción, otorgándole sincopada pausa al ataque francés; el argumento de la novela pasó a alterarse por completo, y lo mejor que pudo ocurrirle a los belgas fue que el primer tiempo terminara con su meta el blanco.
El arranque de la segunda mitad auguraba la repetición del guión ya visto, con una Bélgica lanzada al frente y una Francia aguardando su turno. Pero el gol en pelota parada de Umtiti, apenas cumplido el minuto 50, condicionó de forma ya irreversible cuanto sucedería en adelante. Bélgica se mostraba falta de ideas para generarle peligro a unos bleus ya cómodos dentro de su propio terreno, y tuvo que recurrir a faltas sistemáticas para conjurar sus amenazantes insinuaciones de contragolpe. Fellaini y Dembelé comenzaron a estorbar más que a ayudar, y un De Bruyne medio pasmado le dejaba todo el trabajo a Hazard, quien solo no podía. La entrada de Mertens al 60 fue una bocanada de viento fresco que les duró a los flamencos como veinte minutos, dando seria impresión de que podían alcanzar la igualada, mientras los franceses se quedaban sin reacción. Pero hacia el 80 agotaron los rojos su último aliento serio de rebeldía, con un potente disparo de Vitsel que Lloris rechazó. A partir de ahí, los belgas parecieron dar la batalla por perdida, y los franceses metieron el juego a la congeladora, pudiendo en una de esas ampliar incluso la ventaja sobre la hora.
Y yo ahora me encuentro en un pequeño lío. ¿Cómo establecer un equitativo balance entre los impetuosos arrebatos de júbilo que me provoca Mbappé, y la calculadora dosificación empresarial adoptada por Francia cada vez que se entiende con el viento ya definitivamente a favor? ¿Cómo equilibrar mi simpatía por este entrañable escuadrón de jóvenes pilotos galos, a los que he visto crecer y madurar partido a partido, y la irritación que me producen los lapsos de canchero pragmatismo donde de plano renuncian a jugar? ¿Cómo explicar que en el banquillo Didier se me figura a veces la reencarnación misma de Jean Gabin interpretando al comisario Maigret, y otras una mera versión rubia y rechoncha de Emmanuel Macron (envoltura de progre contracultural, pero helado corazón y alma vendida de conservador ortodoxo)?
Pasé muchos días debatiendo con Bélgica, tipificándola como una novia bonita y deseable a la que no había que creerle demasiado sus promesas, hasta que no ofreciera fehacientes indicios de estar dispuesta a cumplirlas. Quién iba a decir que me estaba esperando para el final de la juerga esta Francia, todo el tiempo con un ojo puesto en las manecillas del reloj sobre la cómoda, y con el otro en la cantidad de billetes que me quedan en la cartera…
Pero es que besa tan bien. Y suenan tan de verdad los «je t’aime» que jamás escatima, aunque igual y no los sienta en absoluto. Como diría (otra vez) Joaquín Sabina: Por eso a veces tengo dudas, ¿no será un tal Judas el que le enseñó a besar?
Se fue la novia voluble, remilgosa y poquitera, justo cuando nos hallábamos dispuestos a amarla para toda la vida (bueno, al menos para toda la Copa). Quedó la femme fatal. Alevosa, calculadora, pero capaz de hacernos perder la cabeza, llevarnos al borde del precipicio y hasta, en una de esas, tirarse al vacío junto con nosotros (porque sí, porque es su vida y ella sabe lo que hace). Y en esa misma medida capaz también de detenerse en el último momento, para mirar sonriente cómo nos precipitamos de cabeza por ella hacia el fondo del abismo.
¿Qué hacer, si no promete nada, pero de súbito todo nos lo da?
Venga, Sabina; dilo tú: Cuanto más me doy, ella menos se da; por eso necesito ayuda: aunque sean de Judas, bésame un poco más.