Todo rambaudiano sabe perfectamente que el verdadero corazón de las tinieblas, el verdadero territorio donde lo innombrable condesciende a enunciar su misterio con los más escalofriantes términos (“ah, el horror, el horror”), no está en la mirada del joven Jean-Arthur, cuando sin haber cumplido aún 20 años, escribía “Las iluminaciones” o “Una temporada en el infierno”; sino antes bien en la de aquel oscuro comerciante que moriría recién cumplidos los 37, sin conservar en sí el menor rastro del adolescente flamígero y prodigioso que había sido.
El pánico no aparece nunca al imaginar que, por obra de poético milagro, aquel muchacho capaz de irse caminando desde su pueblo hasta la capital francesa para contemplar los saldos de la Comuna de París ya destrozada, voltea y nos mira, confirmándonos desde la indómita claridad de sus ojos azules cuanto sus páginas no han dejado de insinuarnos con la más saludable de las provocaciones desde el primer día. El pánico está en imaginarnos que un infausto ensueño nos coloca años más tarde, en vísperas de que la pierna comenzara a gangrenársele, delante de aquel anodino mercader capaz de negociar lo mismo con marfil, con café o con armas; que condesciende a levantar por un segundo la vista de su libro de cuentas, y que nos mira sin que en sus ojos haya ni la más remota huella de su poesía: ni la más pálida sombra (y que suene Procol Harum).
¿Con qué ojos lloraba hoy Griezmann al término del encuentro? No lo sé. Tal vez no quiero saberlo. Y escojo en específico a Griezmann para pensar los ojos de Rimbaud, sobre todo por dos razones. Porque aun cuando —dada su experiencia como estrella en el Atlético de Madrid— su mirada no es ya la inocente y socarrona de Mbappé, dada su relativa juventud —27 años— no es tampoco la veterana y medio cínica de Deschamps; está en medio, justo en medio. Y porque hoy, al igual que frente a Uruguay, al igual que frente a Bélgica, tomó en un momento dado la decisión individual que a la postre condicionaría todo el trámite del encuentro. La diferencia estriba en que, frente a uruguayos y belgas, esa decisión consistió en tirarse unos metros atrás de la zona de ataque para convertirse en el inspirado armador de la escuadra francesa, mientras que hoy la decisión consistió en tirarse un clavado para fingir una falta inexistente.
Se indignará al punto cualquiera de aquellos a quienes el triunfo de Francia haya puesto contentos. Y apelará presuroso a las sentencias que los apólogos de la victoria a cualquier costo comenzaron a prodigar desde antes de que el juego concluyera. Que una sola jugada no puede condicionar por sí sola todo el curso de un partido. Que al marcar cuatro goles es peccata minuta si detrás de uno de ellos hay algo debatible. Que si el reglamento no contempla revisar ese tipo de jugadas en el VAR. Que si las potencias siempre saben ganar, haiga sido como haiga sido. Que si la justicia es un concepto debatible. Que si el que gana no da explicaciones. Que si Francia es un digno campeón.
Francia es un digno campeón, no lo debato. El más constante a lo largo del torneo, entre los dos equipos que alcanzaron la final, si es que queremos dictaminarlo por encima de Croacia (que hoy fue mejor de principio a fin). El que al término de las cuentas ganó el partido que en su llave determinaba quién pasaba a la final, si queremos dictaminarlo por encima de Bélgica (que ya contrastando completos, jornada tras jornada hasta hoy, los siete partidos que a cada equipo tocó disputar, fue más constante, más regular, más estable, y jugó mejor más tiempo). Pero hoy Francia no merecía ganar, aunque al final haya ganado. Y a mí me hubiera gustado que ganara mereciéndolo, dado que tiene los recursos para hacerlo: le habría hecho muy bien al Mundial, le habría hecho mucho bien a ella misma, le habría hecho mucho bien al futbol de los años venideros. Casi tanto bien como si hoy hubiera ganado el mejor; casi tanto bien como si hoy hubiera ganado Croacia.
En la semifinal, Francia no fue mejor que Bélgica, pero tampoco inferior. Tuvimos una casi absoluta paridad sobre el terreno de juego. Los belgas tomaron la iniciativa, los franceses al cabo de un rato se las arrebataron (con talento, con trabajo, con iniciativa, con futbol), luego los belgas la recuperaron; el gol pudo caer de cualquier lado. Así que merecido ganador. Tan merecido como si el solitario gol definitorio, en lugar de galo, hubiera sido belga.
Hoy Francia para mí no jugó en absoluto. Jugaron sus individualidades, con desigual fortuna en cada caso: partidazo de Umtiti, resolviendo una y otra vez en emergencia; naufragio de Varane, Kanté y Lloris, que tan inapelables y sólidos habían venido siendo; Pogba y Mbappé finiquitando a lo llanero solitario cuanto en colectivo los bleus jamás atinaron a articular ni construir; Pavard, Matuidi, Lucas y Giroud, cumplidores aunque con altibajos, desde un segundo plano. Y el fiel de la balanza: otra vez Griezmann.
En trámites de partido como los del futbol actual, tan cerrados en su urdimbre, tan apretados en sus íntimos ciclos de causa-efecto, por supuesto que una sola jugada puede trastocar decisivamente cuanto venía sucediendo, cuanto estaba por suceder: la alteración de una sola pieza te modifica todo el mecanismo de relojería del encuentro. Nadie por supuesto puede aseverar que, sin el clavado de Griezmann, Croacia se habría ido arriba en el marcador; pero cualquiera con dos ojos en la cara, aunque no sean los de Rimbaud, deberá aceptar que antes del clavado de Griezmann el partido se hallaba encaminado con toda claridad en esa dirección. Croacia estaba trabajando para conseguirlo con paciencia, con elegancia, con sabiduría, con grandeza digna de esta instancia. Y tenía a los franceses sumidos en la perplejidad, en la ofuscación, en el temor.
Hace rato escuchaba a alguien decir que el pecado de Croacia había sido no reflejar su dominio en el marcador; que si a Francia no la matas te acabas lamentando. El argumento resultaría válido si al irse abajo 1-0 los croatas hubieran llevado alguna pifia acumulada en delantera, si hubieran visto diluirse en la impotencia un dominio estéril, si los franceses (como ante Bélgica) les hubieran robado la iniciativa; incluso si los franceses se les hubieran ido arriba por un golpe de inspiración individual o por un accidente. El clavado de Griezmann no fue un accidente ni un golpe de inspiración individual: fue una sinvergüenzada.
Otro más dirá que un centro a balón parado desde fuera del área es una jugada intrascendente, excesiva como para ensañarse con el árbitro o con el fingidor de la falta; pero quien así opine seguro no habrá visto este Mundial en general (donde casi todos los equipos convirtieron la táctica fija en su principal arma ofensiva), ni a esta Francia en específico (que por esa misma vía superó las dos instancias previas). Del hipotético fuera de lugar de Pogba en el autogol de Mandžukić, así como de la mano de Perišić sancionada como penalti, no tengo nada que decir; se trata de jugadas tan apretadas, que cualquier decisión decretada por los jueces hay que darla por buena.
¿Qué es lo que yo hubiera querido? ¿Que la FIFA en sus reglamentos sobre el VAR hubiera contemplado como revisable cualquier jugada antecedente directamente involucrada en la consumación de un gol? ¿Que los encargados del VAR hubieran violentado el reglamento en razón de la decisiva instancia culminante en que nos encontrábamos? ¿Que al revisar la mano de Perišić en el VAR, aunque el árbitro Pitana la considerase penalti, no la marcara, en compensación por su yerro previo? ¿Que hubieran designado otro árbitro en lugar de Pitana? No, la verdad, nada de eso. Lo que hubiera querido es algo mucho más simple, más sencillo.
(Por más neuróticas disposiciones que tomes para conjurar lo imponderable, siempre algo acabará escapando a tu previsión y a tu control. Ya ven la ceremonia de premiación, planeada con tanto protocolario cuidado, y al final resuelta como caótica escena final de película de Fellini, entre el aguacero torrencial, los interminables abrazos de la presidenta croata, la empapada calva de Infantino, y el gigantesco paraguas privado que Putin no le prestaba a nadie).
Lo que hubiera querido, lo que me hubiera gustado, es nada más una cosa que antes del juego me parecía obvia, natural, por descontada (ahora la verdad ya no sé qué pensar): que Griezmann no se tirara. Tirándose, no es que el espejo donde hoy Francia se contempla campeona se haya roto (ni siquiera rajado). Pero según mi juicio, sí que se empañó.
Mejor así. Quién sabe cuáles sean los ojos de Rimbaud que observan a Griezmann desde el otro lado del cristal.