Sergio Pimentel
La Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo cumple 99 años de vida y dos meses de paro. Los estudiantes rechazados controlan las instalaciones y por eso la ceremonia anual para la entrega de doctorados Honoris Causa tiene que celebrarse un salón para eventos privado de Morelia, Michoacán, ese lugar tan desordenado.
Como siempre, es la popularidad de los homenajeados la que determina la convocatoria. El año pasado, el espacio del Primitivo Colegio de San Nicolás fue insuficiente para albergar a los que querían ver a Elena Poniatowska y a Cuauhtémoc Cárdenas. Hoy se ve menos gente. Los más conocidos son el polifacético Juan Villoro y el astronauta michoacano José Hernández, pero uno encuentra lugar en el estacionamiento. Eso sí, hay muchas autoridades del gobierno y de la Universidad, pero pocos fans. No hay porras, quedan sillas, no hay filas, ni desorden.
A la entrada, una secretaria del gobierno me saluda y me dice que ahí está Juan en un rinconcito. ¿Cuál Juan? pregunto. Villoro, responde. Ah. Parezco fan de Juan de Villoro. Lo soy. Por eso me ofrecí a lo que nunca me ofrezco: cubrir ceremonias. Nunca lo he visto y admiro su narrativa escrita y hablada.
La enorme puerta enmarca hombres de traje y mujeres en altos y decorados tacones. Uno tiene que anotarse en una de esas listas fantasmales que apenas se cierran se pierden en un universo paralelo. Me anoto: “Silvano Aureoles, Gobernador”. La custodia del cuaderno me dice: “Bienvenido, la zona de prensa está al fondo…” Busco con la mirada un rinconcito con un Villoro y en cambio aparece el horrible espectáculo de los guaruras, almas de la nación. “No puede pasar por aquí” dice un hombre fornido que se apresura a cerrarme el paso como si mi libreta fuera una bomba. Ok. Desde aquí miro. Y lo que miro a lo lejos es un pequeño cuarto tras de una pared de cristales repleto de personas trajeadas, como en su estuche. Alzan sus celulares hacia la pared del fondo para captar algo que no se alcanza a ver. Escucho que ahí tienen a los galardonados. “Por favor retírese” Me dice otra vez el hombre fornido. Me retiro.
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Al salón le caben mil sillas. Al frente de ellas se alza el estrado principal escoltado por las fotos gigantes de los próximos Doctores Honoris Causa. Todos sonriendo:
José Hernández Astronauta
Juan Villoro. Escritor
Larissa Adler. Historiadora
Edgardo Buscaglia. Abogado.
En vez de la típica música de fondo, sólo se escucha nuestro murmullo. Entran los invitados y el maestro de ceremonias inaugura el audio pidiendo que les recibamos con un fuerte aplauso. La sala se pone de pie. Desde mi lugar miro pasar a la comitiva que parte plaza por el mero centro del salón. Por su gran estatura alcanzo a ver a un hombre de traje, sonriente y bien rasurado. Es el impostor de Villoro, que desde que lo conozco lleva barba, mezclilla y a veces sombrero de Indiana Jones. Quizá sea el Villoro que recoge los premios.
La comitiva desfila por el salón de eventos y se acomoda en los lugares asignados por el protocolo. El ambiente persigue una formalidad Victoriana que da ternura. El espectáculo de las formas contrasta dramáticamente con las imágenes hasta sangrientas de los recientes enfrentamientos por el control de la Universidad. Los dos mundos de esta escuela.
Aparece una voz conocida en el micrófono. Es el rector, el que sale todos los días en las noticias. Da la bienvenida a la ceremonia y comienza con el despliegue interminable de nombres que precede la institucionalidad nacional: el ministro, la secretaria, el enviado especial, el diputado, el presidente de la comisión, el representante, el águila nacional y la serpiente. La larga lista es como un pronóstico del tiempo: se vienen tres horas de discursos, o más. Allá vamos.
Contrario al martirio de otros tiempos, hoy los obligados auditorios pueden enfrentar el sopor de las ceremonias con el salvavidas del celular. Hasta donde alcanza la vista, brillan los facebooks y los watssapp abiertos. El rector habla y la gente navega por internet.
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La primera estrella es el astronauta. Su laudatorio es detallado, puntual, pesado. Un trabajo de diez, un discurso menos. José Hernández sube a la tribuna y en su inacabado español describe el recorrido formidable que lo llevo más allá de la atmósfera de nuestro planeta. Sólo por eso, cuesta verlo como un ser humano normal. Su discurso va de la NASA a Morelos y de Mujica a los experimentos gravitatorios. “Pasé de cultivar frutas a cultivar estrellas”, el público le aplaude la gambeta, el elegante capotazo. Continúa hablando de metas, sueños y de sus descubrimientos personales para enfrentar la adversidad. El público viaja por sus celulares mientras José continúa leyendo a tropiezos su discurso con la fluidez de alguien que camina sobre la luna. Su español es a trompicones porque no es su lengua. Su familia salió de La Piedad y a él le tocó nacer en California. Curioso que la necesidad de sus padres fuera su boleto al espacio.
Cuando termina, sigue Villoro. Su laudatorio corre a cargo del Director de la Facultad de Filosofía y Letras que enfundado en traje y pelo largo esgrime frente al respetable un discurso sobrio salpicado de admiración por un Juan que sonríe desde el balcón. El director explica porque el hombre al que propone para un doctorado lo merece por el simple y contundente hecho de que pocos en este país cuentan historias cómo él. De la sociología a los cuentos infantiles, del futbol a la arqueología, Villoro es un cronista necesario para este México crónicamente convulso. El público aplaude y sin dejar de sonreír, Juan se levanta por su premio.
Al comenzar su discurso la gente mira sus celulares, a la mitad, la mitad los han soltado, y al terminarlo, todos en el auditorio siguen con atención los vaivenes de una narrativa similar a la música del flautista. No hay duda, la palabra es la cancha en la que Villoro juega de local. Borda fino, caracolea, conmueve y divierte a la concurrencia que entiende por la vía de los hechos los artilugios que le llevaron al estrado de un Doctorado Honoris Causa. “Con razón”, dice una reportera tras de mí. “Está cabrón”, dice un fotógrafo. Sí, cabrón es el adjetivo, no hay otro para calificar el texto que leyó Villoro el 13 de octubre en Morelia. Un discurso como un circo completo, con sus gigantes, sus malabares, payasos y enanos. Un circo que tiene como carpa la figura omnipresente de su padre, Luis Villoro, de la que Juan abrevó para poder emanciparse.
Lo grabé todo y ya lo guardé en mi computadora.
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Quizá consciente de que lo peor que te puede pasar en una ceremonia como esta es que te digan: “vas después de Villoro”, el siguiente presentador es breve en el laudatorio de Edgardo Buscaglia, figura argentina conocida y a veces incomoda de la geografía política mexicana y michoacana. Con las largas horas de vuelo acumuladas en tantas y tantas conferencias por el mundo, el posdoctor de Berkeley agarra el micrófono sin nada escrito en medio y desata una oratoria impecable pero dispersa. La gente vuelve a sus celulares. Han pasado casi tres horas desde que comenzó el evento y la obligación de estar aquí comienza a resquebrajarse en funcionarios, universitarios y reporteros, pero a Buscaglia no le importa y se explaya. Cual Cicerón ante el Senado, gesticula acerca de los laberintos de la justicia en México y en China y en Italia y en Rusia. Un efecto dominó de bostezos cruza de extremo a extremo la gradería. Buscaglia, suelta el acelerador, mira de reojo su reloj, frena, agradece el honor y concluye de golpe. La gente aplaude fuerte.
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Falta poco. La larga sesión abona al mito: el Honoris Causa de la Universidad Michoacana es el maratón de los reporteros, pero al igual que las masas, las ceremonias no piensan y una maestra más sube al estrado para hacer válida su media hora frente al micrófono.
De algún lado sale el llanto de un niño. La última de los galardonados esta noche, es la doctora Larissa Adler, antropóloga de las profundidades donde sobreviven las clases marginadas latinoamericanas. Por problemas de salud, no puede pararse así que le acercan el micrófono hasta su asiento y lo primero que hace es develarnos el misterio: el niño que lloró es su nieto que la acompaña y ya no aguanta. Sin piedad por él, ni por nadie, la doctora viaja por su trayectoria sin nada escrito. Desde su París natal hasta las postrimerías del doctorado. La hora no favorece su intervención. Son casi las diez y dejan de pasar las combis. Cuando la doctora termina, quedan pocas sillas ocupadas en el auditorio.
Luego vino lo insospechado. Como desde otro planeta, el rector toma el micrófono para comenzar una larga despedida. En su discurso desfila una gran cantidad de nombres, algunos que incluso, ya se han ido. Termina y el público brinca de sus asientos como cuando cae el gol en el estadio. Los homenajeados escapan del enjambre de reporteros que volvieron multiplicados para el cierre de la ceremonia. En un rincón del salón una pequeña orquesta se prepara para amenizar la salida mientras la pequeña lucha diría entre agentes de seguridad y periodistas se instala en el salón rentado. No hay declaraciones, se ha dicho lo necesario y sólo restan los abrojos del evento.
Con el fin de la ceremonia vuelve la dura realidad: una Universidad sin clases enferma de conflictos. El rector se ve cansado.