Derechos Humanos


Los pocos: impotencia y desesperanza

AB ORIGINE 

Unas diez personas viajaban en la combi de la ruta Morada 2. De pronto y sin avisar, el conductor dirigió su vehículo hacia la gasolinera, frente a Xangari, para abastecerse de combustible. Está claro: el reglamento de tránsito lo prohíbe, sobre todo con pasajeros a bordo. Con tal de no enfrentar al chofer, pues esa osadía es tan peligrosa como entrar en el Congreso del Estado gritando “¡queremos justicia!”, le pregunté al empleado: “Oye, ¿qué no tienes prohibido cargar combustible a un vehículo con pasajeros a bordo?” Me miró raro y me dijo: “Sí”.

La tranquilidad y desvergüenza con que este despachador explica lo poco que le importa la seguridad de los usuarios me ayudó a comprender que, por más que sea un ilícito, ni el conductor va a respetar el Reglamento de Tránsito ni la administración de la gasolinera o sus empleados son conscientes del peligro que corremos los pasajeros. Luego, una de las dificultades para combatir la corrupción es la mafiosa complicidad entre quien infringe las reglas y quienes lo permiten, lo facilitan y hasta lo alientan.

Por eso alguien que se atreve a defender sus derechos, que no está dispuesto a quedarse callado, debe considerar que, cuando quiera protestar, tendrá que luchar solo contra una muchedumbre; ser consciente de lo solitario de su protesta y que su misión será trabajo de pocos, no de muchos, porque los muchos están atentos al gol en un estadio, o en la basílica esperando saludar al Papa, o en el concierto escuchando a los Ángeles Azules.

Alguien que se atreve a protestar, un pesimista —hombre o mujer— con una ideología de solitarios sin esperanza de que le escuchen y sin la energía para defenderse de las agresiones de la sociedad o del Estado, tendrá que sufrir el embate de los instrumentos con que el gobierno ataca: el Ejército y la Policía.

Las revoluciones las hacen los pocos, no los muchos: Gandhi, un luchador semidesnudo que nunca buscó quedar bien con nadie; Nelson Mandela, un hombre negro contra millones de blancos; Arantepakua, un pueblo indígena con niños, ancianos y mujeres, armado de palos, contra soldados y policías con rifles de alto poder sobre inexpugnables tanques de guerra; un pueblo a donde el gobernador no irá a buscar el voto; un pueblo que no le importa porque sabe que muchos indígenas no le dispensaremos ya tal voto. ¡Cómo hablar de sanas relaciones interculturales con un gobernador que desmantela una secretaría para poblaciones indígenas en lugar de limpiarla de ladrones, reestructurarla o replantear la idea de desarrollo!

No es fácil comprender esta situación de dificultades, sobre todo porque detrás opera una retahíla de comunicadores confabulada en disculpar las tropelías del gobierno y confundir a la sociedad; una sociedad que, de por sí, no tiene mucho interés en separar sus ojos de una pantalla que le ofrece panoramas mejores; falsos panoramas, pero lindos.

Igual que un comando que irrumpe en Arantepacua sembrando el terror oficial, con una instrucción oficial, la complicidad del secretario a cargo y el aliento de los medios que disculpan sus procedimientos. No todos los medios, ni siquiera las empresas en sí mismas, sino viscerales reporteros que parecen pagados para tergiversar: Daniela Flores (La Zeta), Ignacio Martínez (Radio Nicolaita), Carlos Monge (Canal Trece, de Televisa), quienes no disimulan su odio desmesurado contra cualquier movimiento que pueda poner en riesgo el remanso gubernamental que hoy les arrulla y alimenta.

28 agosto, 2017
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