Michoacán.- No sobrepasan los 11 años de edad, pero ya sintieron la muerte de cerca; tras vivir en carne propia los estragos de la guerra entre grupos armados, parecen haber perdido el miedo.
Son niños, las víctimas más vulnerables que ha dejado en Michoacán la pugna por el control del territorio para la elaboración y trasiego de droga sintética.
Agrupaciones criminales han llegado a extremos donde los más pequeños son testigos y sobrevivientes de su cruenta lucha por el poder.
Una de estas voces es la de Pablo, un niño de seis años que, junto a su familia de escasos recursos, fue amenazado en su vivienda por un comando que portaba armas de grueso calibre y les acusaba de ser informantes de sus enemigos.
Fue a finales del mes de septiembre, cuando los hombres, a quienes pobladores de esa localidad ubicada en el municipio michoacano de Coalcomán asocian con el Cártel Jalisco Nueva Generación, irrumpieron de forma violenta en la casa del pequeño Pablo.
“Llegaron los encapuchados; merito íbamos a comer cuando salieron. Me pusieron un rifle con granadas (lanzagranadas), me apuntaron a la panza y me dio miedo; sentí que me iban a matar. Le apuntaron también a mi papá y a mis hermanos, pero no lloré”, confiesa Pablo, quien apenas empieza a mudar de dientes y aún le cuesta pronunciar algunas palabras.
En la misma escena, se encontraba su hermana, Andrea, de 11 años, quien contrario a Pablo, al ver su vida y la de su familia en riesgo no pudo contener el llanto.
La “visita” y amenazas de los criminales en la casa de Pablo y Andrea, duró cerca de 20 minutos que parecieron una eternidad, cuentan Maricarmen y Alfonso, padres de los dos niños.
Para la familia, el episodio de terror no quedó ahí, pues ante el temor de que los criminales regresaran, optaron por huir de su localidad, apenas con unas pocas pertenencias.
Pablo y Andrea, junto a sus padres, caminaron por más de ocho horas en una zona serrana de la Tierra Caliente, hasta llegar a un poblado donde fueron auxiliados.
En el viacrucis, la familia cruzó un río donde la menor, nuevamente sintió que podía morir.
“Me andaba llevando el río, el agua estaba muy alta, llevaba mucha corriente”, cuenta Andrea.
Pero lo más doloroso de esta vivencia, dice, es saber que no podrá regresar a su vida habitual.
“Me da mucha tristeza dejar mi pueblo, dejar mi escuela, mis amigas”, platica la niña, desde la habitación de un hotel donde se resguardaron antes de partir hacia otra localidad donde tendrán que refugiarse.
A 75 kilómetros de donde solían vivir Pablo y Andrea, en el municipio de Tepalcatepec, vive Cristian, de 10 años, quien revela, su mayor deseo es encontrar con vida a su padre, a quien dejó de ver luego de que hombres armados los privaran de la libertad a ambos entre los límites de Michoacán y Jalisco.
Hace un año, Cristian y su padre, residente en Estados Unidos, viajaron a la ciudad de Guadalajara con el objetivo de solicitar la visa para que el menor pudiera mudarse al país vecino.
Debido a que no presentaron la documentación necesaria, padre e hijo tuvieron que regresar a su ciudad para poder continuar con el trámite.
A su paso por la localidad de La Barca, Jalisco, fueron alcanzados por un grupo de civiles armados que los trasladaron a lo que aparentemente era una casa de seguridad, donde el pequeño Cristian, entonces de nueve años, fue testigo de cómo los criminales golpeaban y generaban quemduras a otro hombre también privado de la libertad.
“Llegó una troca, se bajaron cuatro vatos, unos tatuados y con trajes grises y chalecos, nos taparon las caras, nos subieron al carro y nos llevaron a una casa.
Nos tenían ahí acostados, yo estaba con mi papá a un lado, nos daban de comer, no nos trataban mal. Nos llevaban a otras casas. A mi papá le pedían que subiera videos, que si no los subía lo iban a matar”, cuenta Cristian, quien supone, los videos que exigían iban dirigidos a otro acérrimo enemigo del cártel al que pertenecían los civiles armados.
Tras varios días de encierro, o quizás semanas, los delincuentes tomaron a Cristian, lo subieron a un taxi y lo enviaron a su casa, a 205 kilómetros de donde fue raptado, sin darle oportunidad de despedirse de su padre, quien sigue desaparecido.
“No me dejaron despedirme, me llevaron con un taxi y ahí me dejaron. El taxista me trajo hasta mi casa y solo me decía que si quería comprar algo en la tienda porque yo traía dinero, ellos me dieron 700 pesos”, cuenta el menor.
Pasaron seis meses antes de que Cristian contara a su familia lo ocurrido con su padre. La angustia y temor vividos los escondió tras una versión que su propio padre ideó para no causar preocupación.
“Me dijo mi papá que no dijera nada de esto, que dijera que mi papá estaba bien que ya se había ido a Estados Unidos, y que no les dijera nada a la familia. Yo quiero que esté mi papá aquí, lo extraño, tengo la esperanza de que él regrese.
Les pediría que si lo tienen, me lo dejen venir para acá, que lo suelten si lo tienen vivo, se los pido por favor”, clama el niño a los delincuentes que lo separaron de su padre.