Todo Mundial hacia su término experimenta cierta dosis de melancolía, que en buena medida encuentra resolución, broche de hojalata o de oro, banda luctuosa o moño de regalo, de acuerdo al modo en que se haya desarrollado el partido final. A la vuelta de los meses y los años, dicho partido devendrá natural e inapelablemente prenda de epopeya, cromo para la posteridad, sin importar ya demasiado qué tan bueno o qué tan malo, qué tan emotivo o tan soporífero, que tan digno o tan indignante haya resultado sobre la cancha.
Toda final de Copa del Mundo cobra en distante perspectiva un aire mítico. Y me parece justo que así sea: se trata no sólo de distorsionadoras estrategias de olvido diseñadas por la publicidad, sino también y antes que nada de ritos consustanciales a la liturgia futbolera.
Los primeros días posteriores a la final resultan sin embargo distintos. No olvidemos que se trata del período correspondiente a la resaca de una larga borrachera, de algo más de un mes de duración (contando la expectativa preparatoria). Que la final haya sido final con beso, que haya consistido en la carnavalesca coronación del rey feo, o que haya constituido un fatigoso camino de vuelta a casa en solitario y bajo el frío, lo condiciona todo.
Recuerdo, por ejemplo, la desasosegada perplejidad el día posterior a que Francia obtuviera su primer título del mundo; nadie tenía claro lo que había sucedido, aunque todos entendiéramos el tamaño de jugador que era Zidane, el tamaño de leyenda en que acababa de convertirse, y eso nos alegrara supongo que por unanimidad. La fantasmal, irreconocible fisonomía de un Ronaldo que había venido arrasando la Copa, el desencajado talante de los demás brasileños, así como la indefinible atmósfera de sospecha flotando en el aire, nos amargaron a varios el retorno a la normalidad (futbolera y no) durante varias semanas.
En el extremo opuesto de la balanza, la honda saudade provocada por acá al término del Mundial de México 86, la aminoró sin duda ver coronarse a Maradona, gracias a un inspirado pase suyo de último minuto, en un juego que estuvo a nada de prolongarse hasta los tiempos extras. En nuestro país, haber gozado el privilegio de mirar campeones en plenitud a Pelé y a Diego Armando siguen constituyendo motivo de orgullosa satisfacción hasta entre quienes no habían nacido todavía; cuánto más no lo serían apenas a la semana siguiente de que uno y otro torneo concluyeran.
Cada quien se reintegra a la cotidianidad como puede. Esta vez, dado que transitamos la era de las redes virtuales (con su automática propensión al linchamiento tras protocolarios tres intercambios de diálogo cortés), una alternativa ha consistido en empecinarse en demostrar, por facebook o por twitter, cuál de los dos países que llegaron a la final resulta más deleznable en materia política, y por tanto cuán imbécil tiene que resultar por fuerza cualquiera que declare que le gusta cómo juegan al futbol sus respectivas selecciones nacionales. Yo seré sin duda imbécil por partida doble, pues con sus respectivos matices, y aunque no le perdone a Griezmann su clavado, me gustan las dos.
En terrenos menos mesiánicos y hostiles, los no aficionados que se asomaron al Mundial por tratarse del obligado punto de encuentro temático y social para el inicio del verano, ya enfocan su atención, sin ningún traumático escrúpulo de por medio, en otras direcciones. Mientras los futboleros habituales debemos implementar toda suerte de ejercicios de descompresión y reconfiguración, antes de aceptar que es hora de dejar de pensar en Bélgica y en Modric, para ponernos a pensar en el Cruz Azul y el Gulit Peña (y sí, no se alarmen, nos quedan tiempo, cerebro y sentido cívico suficientes para percatarnos de que AMLO es presidente en funciones cinco meses antes de tomar posesión, que el EZLN no le dio el visto bueno, o que de un lado Putin y Trump y del otro China y la Unión Europea se reúnen para definir en simultáneo el destino del planeta).
Un poco más allá, pero todavía dentro de los dominios del estricto interés balompédico, quedará esforzarse por valorar en su justa dimensión competitiva, ética y estilística, cuanto sucedió en Rusia 2018. Parece haber consenso en que el futbol mundial está en trance de experimentar un giro, luego del sello que vino a imprimirle la sucesiva coronación, primero de España, y luego de una Alemania a la española. Los primeros balances son que, en este Mundial, a pesar de la buena salud del futbol cadencioso, estético y ofensivo representada por Bélgica y por los mejores momentos de Croacia y Brasil, están de regreso el juego defensivo, la fortaleza física y la subordinación del talento individual de los jugadores a la voluntad suprema del entrenador. Esa fue la escuela que ganó, y el ganador suele volverse en automático el modelo dominante a seguir. Veremos. Habrá tiempo de sobra para darle su lugar, desde el debate futbolístico en perspectiva, tanto al Mundial como a las secuelas que de él resulten.
Como primera apreciación general, me pareció un buen torneo; en modo alguno desmerecedor de lo que ofrecieron las dos ediciones previas. Me resulta sorprendente que algunos analistas se muestren categóricos al aseverar que bajaron mucho el nivel y la propuesta, como si en Sudáfrica y Brasil hubiera habido una media dominante de equipos imitando a españoles y alemanes. Esta vez no tuvimos un campeón que fuera el que jugaba más bonito, es cierto; pero tampoco recuerdo que hace cuatro años haya habido novedades virtuosas tan sólidas como lo fueron ahora los belgas y los croatas, situándose entre los cuatro primeros lugares.
Por lo que hace al balance organizativo, todas las voces apuntan al reconocimiento de una edición impecable; una edición que, más allá de la vulgar retórica autoelogiosa, justificaría hasta cierto punto (y sólo en ese sentido) la aseveración de Infantino de que se trató del mejor de la historia. Lo único que les reprocharía yo a los rusos dentro de ese rubro, sería no habernos regalado ninguna estampa emotiva a la antigua usanza durante el show de despedida previo a la final, para llevárnosla con nosotros; dado que el corporativismo neoliberal todo lo homogeniza, tocó recetarse el mismo reiterado número musical de siempre, aderezado con algún convencional y postizo matiz folklórico. Y tuvo que ser la lluvia moscovita, filtrando como bajo una sordina de niebla el resplandor de los fuegos artificiales desde la toma aérea, la que insinuara por azar una postal equivalente a la de, por ejemplo, aquella inolvidable ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Moscú, en 1980.
Como servicio público para sentimentales, ofrezco la alternativa de apropiarnos el momento más efectista y efectivo de aquella lejana ceremonia, para despedir hoy, aquí, un día después, el Mundial de Rusia. Los que vieron la ceremonia, pueden apelar a la memoria. Los que no, pueden apelar a la imaginación; y, si no es su fuerte, a youtube.
La mascota de la Olimpiada era un oso llamado Misha. Para rematar la ceremonia, los organizadores hicieron ingresar al estadio un globo monumental con su figura, coronado por otro montón de globos de colores más pequeños. Recordemos que se trataba de una época previa todavía a los beneficios que en materia de espectáculos masivos brindarían más tarde robótica y multimedia. El Misha gigante avanzó hacia el centro del campo, agitando los brazos, despidiéndose de cuantos lo contemplaban en las gradas del estadio y desde las pantallas de sus televisores a lo largo y a lo ancho del mundo (incluso en los numerosos países que, alineados con Estados Unidos, habían boicoteado la justa deportiva). Un sector de la tribuna, valiéndose de las típicas láminas aún hoy utilizadas en efemérides semejantes, hizo aparecer enorme el rostro de Misha, y simular que derramaba un par de lágrimas. El globo gigante de Misha comenzó a elevarse, a elevarse, jalado por su montón de globitos de colores. Las cámaras enfocaban numerosos rostros entre los asistentes, llorando de emoción.
Algún medio aseveró más tarde que esos que lloraban eran gentes enviadas exprofeso, para fingirse conmovidas, quién sabe si por la KGB o directamente por Leonid Brézhnev (a la sazón secretario general del comité central del Partido Comunista soviético).
Lo que esa información no aclaraba, era cómo había Brézhnev instruido exprofeso a los millones de niños que como yo (tenía nueve años), llorábamos en ese mismo instante en la salas de nuestras respectivas casas, diciéndole adiós a Misha.
Cuentan que, semanas más tarde, todavía hubo quienes divisaron a Misha con sus globos en algún confín del enorme imperio (enorme y moribundo, aunque no lo supiera). Yo digo que no le hacemos mal a nadie si nos ponemos de acuerdo y contamos que ayer, mientras explotaban los juegos pirotécnicos y el cielo de Moscú se caía a cántaros, fugazmente alcanzaron a divisarse entre las sombras su gigantesco perfil de oso y el conmovido destello de sus lágrimas: diciéndonos adiós.